El 1 y 2 de noviembre de cada año tiene lugar el Día de los Muertos, celebración que se remonta a la antigua Mesoamérica prehispánica. Ya hace miles de años los pueblos aztecas, mayas y toltecas, rendían homenaje a sus difuntos ofrendando flores, comida e incienso. Mictecacihuatl, la señora del inframundo, es la encargada de cuidar el descanso de los muertos y a ella se le rinde pleitesía en esta festividad. Una semana antes del 1 de noviembre se visitan los cementerios para decorar las lápidas y colocar velas y flores que guiarán a los muertos de regreso al mundo de los vivos. En cada hogar se prepara un altar para agasajar a quienes ya no están. Es el único día del año en que vivos y muertos conviven en la Tierra, así que no se ahorran gestos para recibir a los visitantes. Flores, pan de muerto, incienso y calaveritas de azúcar son dispuestos en las coloridas mesas, donde no pueden faltar las comidas preferidas de los fallecidos, ni una buena cuota de alcohol. Se cree que la flor de Cempasúchil guia el alma de los muertos en la tierra, y es la flor oficial de esta celebración. Este culto es una forma de sentir a los fallecidos cerca, de festejar la vida, la muerte, y el fino nexo que une y separa ambos estados. El año de referencia es el 2003, momento en el cual la festividad fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.